Sara era pelirroja y exuberante, como en las películas. No era por casualidad. Sabía cuales eran las fantasías de los hombres y se había moldeado (con silicona, tinte, maquillaje, ropas) en consecuencia. El dinero, al fin y al cabo, no era problema para ella.
Sara era una diablesa y que el cuerpo en el que se encarnó tuviera nombre bíblico le hacía sonreír. No le tenía miedo a nada ni a nadie, mucho menos a los ángeles. Sabía algunos trucos que la protegían contra los ataques directos. Las espadas de los ángeles al servicio de las cazas de demonios no cortarían su vida. En cuanto a los otros, los intelectuales, los “quiero y no puedo”, como decía el demonio al que servía, solo merecían su desprecio. Ella sí que era intelectual. Una intelectual sin ninguna moral castradora, más fuerte, más inteligente, más perversa. No, nadie la podría matar. Nadie.
Y llevaba siendo así desde hace 30 años, e incluso pensaba que podía desafiar a Dios.
Un día, Sara contrató a un nuevo secretario. Para su productora solamente contrataba humanos, pues los demonios solían ser demasiado… irresponsables, en el mejor de los casos. Su método de selección era muy especial, a la vez que simple: Solo le interesaban hombres inteligentes y eficaces, pero lo menos carismáticos e independientes posible. Tipos grises que solo tienen su trabajo, y que en casa solo leen un libro o ven un poco la tele. Todo para que pudieran venerarla a ella con auténtica pasión.
Su nuevo administrativo era un auténtico pardillo. Joven, algo guapo, con gafas y barba. Parecía siempre entre fascinado y aterrorizado por Sara, trabajaba hasta la medianoche sin cobrar horas extras, se anticipaba siempre a sus menores deseos y se sonrojaba hasta las orejas por cualquier cumplido que ella le dirigía.
Al principio, Sara no le prestó más atención de la que le prestaba a las hormigas. Sin embargo, con el tiempo, día a día, se dio cuenta de que el hombre era bueno en su trabajo. Muy bueno. Sus mismos colegas estaban encantados y admirados, los problemas diarios parecían temerle. Solo apareciendo y echando unas palabras parecía capaz de solucionar cualquier conflicto. Su voz era dulce, persuasiva… sexy.
Empezó a tratarlo más a fondo. Le divertía ver como su mano temblaba cada vez que le traía una taza de café, se acostumbró a desabrocharse uno o dos botones de su camisa cuando tenía que consultar algunos documentos de oficina con él. Se las arregló para crear sesiones de trabajo fuera de horas, en las que estaban los dos solos, solamente por el placer de verle ese sudor frío por su frente cada vez que sus ojos se encontraban.
¿Qué intenciones tenía respecto a Miguel? (Otro nombre bíblico, y este más fuerte… más risas para ella) Por supuesto, no era amor. Más bien era manipulación, el morboso placer de hacerle sufrir, hacerlo bailar como una simple marioneta. Al fin y al cabo… ¿No es ese el trabajo de los demonios, el corromper almas? Ese humano, con su cara de inocente y su sonrisa trémula, iba a ser corrompido… Por ella.
Nada personal, pues… Al menos al principio. Sara se dejó invitar a un restaurante. Le escuchó hablar sobre literatura medieval y fantástica (Siempre sin saber realmente lo que eso implicaba). Le recitó un extracto de un libro antiguo, versos tiernos y, a la vez, ardientes, mientras la música les envolvía. Empezó a ver a Miguel con otros ojos… ¿Qué se escondía detrás de esos grandes ojos oscuros?
Fue gracias a sus historias y escritos que ella accedió a ir a su casa. Un apartamento como había imaginado, con el típico desorden de soltero y libros por todas partes. Él quería mostrarle un viejo libro de poemas de amor. Sara se dejó caer en el desgastado sofá mientras él empezaba a leerle en voz alta las poesías, mejor que nunca, y Sara cerró los ojos bajo la música de su voz. Notó vagamente que él se acercaba, más varonil, más enérgico. Notó cómo le tomaba de la mano. Todo iba bien, muy bien. Con pasión, sus labios encontraron su rostro, su cuello…
No notó el aleteo. No notó la punzada.
La blanca espada se hundió con un movimiento seco y preciso. El cuerpo sin vida de Sara cayó en el sofá, desapareciendo como si fuera polvo, bajo el cuerpo inerte de Miguel. Detrás de ellos, otro Miguel, de ojos celestes y largos cabellos, dejó a un lado el arma, se apartó los cabellos, volvió a mirar al muchacho.
Había requerido tiempo. Pero lo había conseguido… sin embargo, no tenía esa satisfacción de haber obrado bien… Había tenido que sacrificar a un valioso aliado para ello… En esos momentos era cuando Miguel, “El que es como Dios”, se preguntaba si el fin justificaba los medios…
Recogió delicadamente el caído volumen de poesía y se limpió con una mirada triste la sangre que había caído en sus blancas alas.
¿Cuál podría ser el sueño dorado de un vampiro?
Quizá un pueblecito de los Cárpatos, una noche de luna llena, a kilómetros de cualquier ciudad o puesto de policía. Un puñado de casitas aisladas, con las calles sin alumbrado público y con una fea iglesia en el centro (Que habría que evitar cuidadosamente…)
Y Pedro, miembro de un antiguo clan de vampiros, acababa de descubrirlo. Por pura casualidad, mientras recorría con su Mercedes las carreteras secundarias de Rumanía. Nunca hubiera creído posible que existiera todavía un pueblecito así. No después del comunismo y esas cosas…
Se deslizó por las calles oscuras, feliz de sentir de nuevo sensaciones de otros tiempos. Pedro había cazado en París y en Nueva York, donde las mujeres son fáciles de atrapar, pero sin una pizca de esa sensación placentera que da la caza. El juego consistía en provocar miedo, en sentir, como sentían sus antepasados míticos, el terror de poblaciones enteras cuando caía la noche. Allí, en un escenario casi cinematográfico, Pedro se sintió como el mítico Drácula de las películas. Oyó pasos que se acercaban, y se escondió rápidamente entre las sombras de un muro. Solo le faltaba una chica rubia y de buenas proporciones para que todo fuera perfecto.
Cuando ella llegó, el vampiro sintió ganas de gritar, de aullar a la luna como esos despreciables lupinos, y darle gracias a Ese de ahí arriba, al barbas, por una vez desde que fue Abrazado. Era perfecta. Rubia, con los cabellos largos y sueltos brillando bajo la luna, vestida con una blusa y falda blancas que el viento pegaba en su cuerpo… Se deslizó tras ella como una sombra. Entonces una intuición, un mal presagio alertaron a la muchacha, que apretó el paso, con sus altos tacones haciendo un sonido regular y seco sobre la acera. Él también apretó el paso, para no perderla de vista, para aumentar poco a poco su deliciosa sensación de miedo y terror. La muchacha se metió en una calle particularmente oscura. Era el momento perfecto. El vampiro se transformó en humo, se deslizó alrededor de la chica, recuperó su forma humana con sus brazos abrazándola por la cintura, sus caninos brillaron bajo la luna… La muchacha se debatió aterrorizada, lanzando un estruendo grito. Él acercó sus dientes al cuello de ella…
Clic.
El vampiro se paró en seco.
¿Cómo que clic?
Se detuvo, desconfiado y atento. Ante su sorpresa, la chica también se inmovilizó, y esperó a que él volviera de nuevo la cabeza hacia ella para volver a gritar. Era extraño. Se dio cuenta de pronto que ella no intentaba huir y la miró con más atención. No parecía asustada. De hecho… no parecía nada…
Volvió la cabeza. Ella interrumpió sus gritos.
Posó la mirada en su rostro… la chica volvió a aullar, nota por nota, entonación por entonación, el primer grito que había lanzado antes.
La soltó. Ella dejó de gritar y quedó ante él, sin hacer nada, los brazos caídos, sin expresión en su mirada. Esto lo enfureció. Este juego ya no era divertido. De un único golpe, le arrancó la cabeza.
… que hizo poc y cayó al suelo.
¿Cómo que poc?
Los cables que salían de su cuerpo chisporroteaban alegremente. El cuerpo decapitado seguía ahí, de pie, con la luna iluminando su interior de plástico y metal.
Oh mierdamierdamierdamierda…
El vampiro retrocedió lentamente, presa de un terror supersticioso. Su Mercedes estaba donde lo había dejado, en la entrada del pueblo. Empezó a rehacer el camino…
Clic.
Pedro empezó a correr, sin mirar atrás. Apenas fue consciente de que la iglesia había desaparecido…
Por un instante creyó que iba a volverse loco. Los edificios estaban desapareciendo en la nada, siendo reemplazados por pedazos de oscuridad. Pedro nunca se había preocupado mucho de la tecnología punta, así que no estaba precisamente familiarizado con los robots… ni con los hologramas.
Clic.
Otro grupo de edificios se esfumó.
El miedo empezó a formarse como escalofrío helado por su columna. Empezó a correr ciegamente, como un loco. ¿Qué importaba un grupo de edificios? Ni quería ni podía pensar. Solo sabía que dentro de quince, veinte metros saldría del jodido pueblo…
El suelo empezó a temblar bajo sus pies…
Gritó, queriendo llorar, presa de la histeria. A su alrededor, los edificios restantes se esfumaron, mostrando a varias personas con armas automáticas en las manos.
Y ante su aterrorizada mirada… Empezaron a disparar.
¿Te creerías que todo empezó cuando Armando Feister era un niño? ¡Y un niño con bastantes problemas con las matemáticas, además! Y eso es bastante extraño, si tenemos en cuenta que luego llegaría a ser el economista y gerente de la empresa en la que ahora trabaja…
Como te decía… el pequeño Armando tenía una clara dificultad para aprender las dichosas matemáticas. Criado en un ambiente donde el fracaso escolar era una desgracia o, como poco, no entendido, esa asignatura se había convertido en su peor pesadilla. Hubiera hecho cualquier cosa para asimilar el complejo funcionamiento de los números. Cualquier cosa… Incluso vender su alma.
Encontró el viejo libro en la casa de su abuela, en el desván… Si, esa misma casa de las afueras, donde ahora vive, y ese mismo desván que usa como despacho… y como almacén. Esa casa que aún hoy guarda en su interior secretos que es mejor que la luz no las vea. Era un libro mohoso, muy antiguo, de páginas de pergamino y escritura manuscrita y gótica. Su título: Aquelarre, y, para decirlo en pocas palabras, trataba sobre la magia negra y sobre cómo invocar demonios… Vete a saber cómo consiguió un niño descifrar la escritura, y mucho menos, conseguir los componentes… Pero lo hizo, una noche sin luna. En el sótano de la vieja mansión, siguiendo paso por paso las órdenes del libro: dibujar el pentáculo que encerraría al demonio y lo ataría a su voluntad… quemar las hierbas… los pelos de macho cabrío… los licores extraños y repugnantes… removerlo todo con la mano cortada de un ahorcado…
Y me invocó.
Parpadeó un poco, ya que se esperaba un demonio convencional… ya sabes, rojo, cuernos, cola acabada en flecha… No me esperaba a mi, un hombre alto, con gafas plateadas, cabello largo y pelirrojo atado en coleta, un colmillo como pendiente en mi oreja izquierda y con mi traje completamente negro. Mientras estaba boquiabierto, aproveché para echar un vistazo al lugar… y lo que ví me gustó… Oh, si, me gustó mucho…
-¿Eres un demonio…? –Me preguntó al fin.
-Bueno… Podría decirse que si. –Le contesté con educación y una sonrisa.
-Verás… Te he invocado porque tengo unos cuantos problemas con las matemáticas…
-¡No me digas! –Dije dando una palmada y con una sonrisa. –Y con la geometría también. ¿Verdad?
-¡Caray, si! ¿Cómo lo sabes?
-Intuición, pequeño… -Le contesté a la vez que salía del interior del pentágono…